Tal vez,
el único y verdadero mérito que tiene un
escritor consiste en aceptar y enfrentar la inhabitada hoja en blanco. Ese momento en el que se tiene que dejar de
ser para poder crear y de nuevo existir.
Desnudarse ante un vacío que quema los
pies, que ciega la vista y que obliga a
avanzar como un rumor incierto. Y no
importa, al menos en ese principio, que el escritor en cuestión sea leído por
una multitud, o simplemente por él mismo. El llamado éxito literario debería
ser una agradable sorpresa y no un propósito estéril, aunque a decir de José
Revueltas: Hay un destino que cada quien
otorga a su vida. El péndulo oscila entre las famas y los cronopios. Ya que
es difícil saberse escritor en este mundo que ha confundido los descubrimientos
con la evolución. Se vive en el mejor de los casos escribiendo desde lo ajeno,
desde las necesidades del mercado que en ciertas ocasiones llega a coincidir
con lo propio. En el peor de los casos se escribe a la sombra de otras
actividades más rentables en lo inmediato.
El
verdadero escritor se abandona siempre a su sino. El
hecho de sentir la necesidad de
nombrar el propio mundo, nos da
la certeza de que se vive a la orilla de la realidad, a la orilla del mundo por
el que tantos transitan sin el menor problema. Es esa orfandad el signo de Caín
que obliga al escritor a buscarse; obligándolo a ser pasajero de un tren que no
tiene estaciones, a caminar por la noche en busca del siguiente pueblo, a salir
de una casa tomada, a leer un libro de arena. Es ese signo el que lo hace
pelear contra los molinos de viento y que lo hace llevar una duda secreta en su
ser. Esa bendita maldición es una ruptura por la que se debe escabullir,
colarse para poder encontrar del otro lado su propio rostro, para saberse
completo y regresar ya no a través de una pequeña rendija si no a través de una
puerta que ya desde antes guardaba su nombre, porque dice Borges: es inútil llamar, estamos del
otro lado.
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