lunes, 23 de mayo de 2016

ITANDEHUI CRUZ






Mi amor por los libros comenzó desde el momento en que mi madre me enseñó a leer. Teníamos una enorme biblioteca, a la que me dejaba entrar algunos días. Yo me acomodaba entonces entre las pilas de libros, mientras mi mamá me enseñaba pacientemente los secretos de las letras. Cuando yo no podía entrar, me aburría y me quedaba parada frente a las puertas cerradas, pensando en lo que encontraría la siguiente vez que se abrieran.

            Ahí dentro conocí a los hermanos Grimm, a Hans Christian Andersen, Edgar Allan Poe y Nikolai Gogól, entre muchos otros. Me gusta leer porque siempre puedes encontrar algo inesperado en cada página y hay gran cantidad de cosas que no podría vivir de ninguna otra manera. Es cierto lo que dicen acerca de que con los libros puedes viajar a cualquier parte y cada uno es un billete sin regreso, nunca eres el mismo cuando has terminado de leer una historia. Tu realidad se contagia de todas las que has leído anteriormente.

            El amor por la escritura apareció tiempo después, cuando la biblioteca se hubo hecho pequeña y las historias comenzaron a faltarme. En la búsqueda de una nueva historia llegué a la habitación del espejo y quise averiguar si lo que se leía acerca de los portales era cierto. En cuanto posé mi mano sobre el vidrio, mis dedos se diluyeron en el reflejo como gotas de tinta en agua. Mi asombro duró poco y el dolor me hizo trastabillar hacia atrás. Al ver mi mano incompleta, grité.

            Mi madre acudió a mi llamada velozmente, me apartó del espejo de un tirón y me llevó corriendo a mi cuarto. De inmediato se sentó frente al escritorio y escribió varias hojas. Cuando hubo terminado colocó mi mano sobre la página, la tinta se absorbió y mi mano quedó completa de nuevo. Me quedé quieta unos instantes, mientras era consciente del poder de las historias.

            Desde ese día sigo leyendo y escribo casi sin parar, aunque no esté incompleta en este momento.


BIENVENIDA




Tal vez, el único y verdadero mérito  que tiene un escritor consiste en aceptar y enfrentar la inhabitada hoja en blanco.  Ese momento en el que se tiene que dejar de ser para poder crear y de nuevo  existir. Desnudarse ante un vacío que  quema los pies, que  ciega la vista y que obliga a avanzar como un  rumor incierto. Y no importa, al menos en ese principio, que el escritor en cuestión sea leído por una multitud, o simplemente por él mismo. El llamado éxito literario debería ser una agradable sorpresa y no un propósito estéril, aunque a decir de José Revueltas: Hay un destino que cada quien otorga a su vida. El péndulo oscila entre las famas y los cronopios. Ya que es difícil saberse escritor en este mundo que ha confundido los descubrimientos con la evolución. Se vive en el mejor de los casos escribiendo desde lo ajeno, desde las necesidades del mercado que en ciertas ocasiones llega a coincidir con lo propio. En el peor de los casos se escribe a la sombra de otras actividades más rentables en lo inmediato.

El verdadero escritor se abandona siempre a su sino. El hecho de sentir la necesidad de  nombrar  el propio mundo, nos da la certeza de que se vive a la orilla de la realidad, a la orilla del mundo por el que tantos transitan sin el menor problema. Es esa orfandad el signo de Caín que obliga al escritor a buscarse; obligándolo a ser pasajero de un tren que no tiene estaciones, a caminar por la noche en busca del siguiente pueblo, a salir de una casa tomada, a leer un libro de arena. Es ese signo el que lo hace pelear contra los molinos de viento y que lo hace llevar una duda secreta en su ser. Esa bendita maldición es una ruptura por la que se debe escabullir, colarse para poder encontrar del otro lado su propio rostro, para saberse completo y regresar ya no a través de una pequeña rendija si no a través de una puerta que ya desde antes guardaba su nombre, porque  dice Borges: es inútil llamar, estamos del otro lado.